viernes, enero 11, 2008

Carlos Amaya - San Nicolás - Buenos Aires- Argentina

CUENTOS

Mare Nostrum

Un remolino de agua y espuma. Una lluvia azotadora, aplastante, que lo ahoga todo. Y la neblina densa, pegajosa. Dos promontorios imponentes presagian la tragedia del pequeño navío a la deriva. A la deriva de cualquier dirección adonde lo lleve la tempestad. La nave es un fantasma de siempre, navega sin rumbo, ni capitán, ni tripulantes. Con un palo mayor sin velamen, sin timón,… ni siquiera una bandera pirata. Sólo una cáscara escapando del cataclismo, anonimada en el tiempo. Hechizada por el embrujo de la soledad.
Cinco tentáculos que emergen desde las alturas, precipitan el caos, y lo empujan al hondo rumor del final.
-¡Carlitos, terminá de bañarte de una vez. Dejá de jugar con el barquito, que me salpicás el baño!



Pampa

Suri quería volar.
-Dejalo, no ves que es un soberbio. No le llevés el apunte.
-Sí, él siempre tuvo infulas de ser diferente.
-Já, Já. Volar. El muy tonto aún no se quiere convencer que para nosotros eso es imposible.
Y la bullanguera bandada irrumpía con sorna y desprecio, correteando alrededor suyo, abriendo sus alones, simulando tomar vuelo.
-Atención Torre de Control, aquí Rhea Americana solicita pista para despegar-, se escuchaba entre graznidos e ironías.
Pero el joven polluelo no se amilanaba ante las bromas de sus hermanos y primos, ya que a los pechazos y picotones defendía su honor. A más de uno echó corriendo lejos del nido.
Suri quería volar.
Volar rápido como las gaviotas, siguiendo la línea de la costa interminable, y planear sobre la espuma del mar. O volar lento pero majestuoso como el flamenco. O sostener el vuelo suspendido del colibrí entre las flores.
Suri quería volar.
Ansiaba la libertad de las alturas, y de las nubes iluminadas por el sol abierto.
Con el paso de los días su plumaje fue variando del gris sucio al blanco sublime. Y fue el origen de la admiración de sus semejantes. Las burlas dieron paso al silencio respetuoso y a la envidia callada.
Y comenzó la persecución.
Cuando el Pampa se estrelló en el estrecho de San Carlos, frente a los acantilados de la isla Soledad, alcanzado por un Sea Harrier pirata, Gustavo Charabón apretaba entre sus dedos una pluma blanca de ñandú.